La sujetaba tan fuerte como podía, dándola palabras de ánimo, intentando sacarla de aquel infierno al que parecía abocada. Ella, apática, apenas hacía algún esfuerzo para trepar, para aferrarse a su brazo. Aún así la prometió que no la soltaría, al tiempo que ella le decía que era inútil, que no serviría de nada.
Los dos estaban atados a aquel destino. Él valoraba tanto la vida que la asía sin apenas reparar en que sus fuerzas iban flaqueando a cada momento. Ella simplemente esperaba su final, convencida de que nunca podría salir de allí.
Él cada vez se acercaba más al precipicio, a medida que sus músculos se agarrotaban y llegaban al límite de su resistencia. La quería. No podía dejarla caer.
Ella también le quería. Confiaba en que la soltara, que se largase de allí, que siguiese su vida. Pero cada vez los dos estaban más sobre el precipicio que sobre la roca.
Nadie parecía dispuesto a aparecer por aquel paraje.
Él estaba decidido a no soltarla, y su peso seguía arrastrándoles poco a poco hacia el precipicio. Descubrió que ya era tarde, que sólo si ella hacía el esfuerzo podría salvar a los dos.
Continuó cogido de su mano mientras el sudor y las lágrimas resbalaban por su cara, mientras recordaba los días en los que ambos paseaban sobre verdes praderas.