Comprábamos trocitos de felicidad
semanas de nuestra vida que pasábamos
entre vodka francés y el bar de Manolo
bajo el eterno sol de las Canarias
y con esa sensación de que la vida había venido para quedarse
Largos paseos arreglando el mundo
hablando cada vez menos del pasado y mucho del presente
con la arena de las dunas a un lado y el eterno Atlántico al otro
Eran los días para encontrarse a uno mismo
para coger impulso
para mirar el frío de Madrid de lejos
y planear hacia dónde querías que fuera tu futuro
Para llenarse de vida bajo hojas de palmera
como el oasis en un mundo que se viene abajo
Visitábamos el lugar con más vida de la isla, donde ese puñado de viejos bailaba con la felicidad y la seguridad que da el tenerlo todo hecho en la vida, al son de un saxofonista de sonrisa perpetua.
Cada paso, cada canción, era una lección de cómo vivir la vida.
Y, como ellos, la vida avanzaba rápido a paso lento.
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